Kenner Bracho
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Los rayos del sol abrazador de las tres de la tarde
parecían más calurosos que de costumbre. Luego de hacer una interminable cola en
la taquilla del banco Mercantil de la Espiga de Oro en Valencia, Jhonny Bracho,
el superhombre que me dio la vida, se dirigía a su lugar de trabajo en la Zona
Industrial La Quizanda. Había retirado tres mil bolívares, los cuales cambiarían
para siempre su vida.
Después de hacer la transacción bancaria, se retiraba rápidamente
porque estaba retrasado. El chofer de la camioneta de envíos de la empresa en
la que trabajaba aceleró y el próximo destino sería su oficina. Pero no se percataron
de que la sombra del mal los acechaba. Eran perseguidos por un par de
motorizados que le seguían la pista desde antes de llegar al banco. Después de
más de un kilómetro de vía, interceptaron al vehículo.
Al darse cuenta de que eran presa de una emboscada, mi
padre junto al chofer se paralizó. En cuestión de segundos pensaron qué iba a
ser de ellos, millones de pensamientos se sumieron en la mente de aquel
trabajador trajeado de azul: su familia, su trabajo, su vida. El terror se
acercaba a la puerta.
Los maleantes ordenaron a mi padre salir del vehículo y
entregar el dinero que había retirado hacía escasos minutos. La primera
reacción fue negar que tenía dinero, pero el motorizado le aseguró que sí lo
tenía y hasta le señaló el lugar donde los había escondido. Viéndose sin más
opciones, se resignó a perder aquella suma de dinero. Prefirió su vida.
Los sentidos empezaron a fallar. Se diluía la mirada. Los gritos del chofer diciéndole ¡Aguanta! se escuchaban cada vez más lejos…la vida estaba en proceso de partida.
En el instante en el que el que sacaba las pacas de
billetes de 10 y 20 bolívares del bolsillo, el chofer, preso del miedo e
incertidumbre, levantó el pie del croché del carro y éste se movió levemente.
Aquella acción representó una amenaza para el maleante. Detonó una bala nueve
milímetros en la pierna derecha de Bracho, que inmediatamente fracturó su fémur.
Con esta también quebró su vida en pedazos.
Viéndose herido, ordenó al chofer acelerar el paso y no
mirar atrás. Los motorizados empezaron a disparar a mansalva, pero solo cuatro
balas impactaron al vehículo. Dos de éstas terminaron perforando una arteria de
la pierna ya baleada de Bracho. El interior del vehículo se volvió un mar de
sangre. Cada latido empujaba el vital líquido hasta la herida de bala. Una
hemorragia grave estaba en proceso. Su vida corría peligro.
Los sentidos empezaron a fallar. Se diluía la mirada. Los
gritos del chofer diciéndole ¡Aguanta! se escuchaban cada vez más lejos…la vida
estaba en proceso de partida. Las demás personas que estaban en la vía cedieron
el paso al vehículo baleado y llegaron al centro de salud más cercano. Inmediatamente
las enfermeras aplicaron los primeros auxilios, descubrieron la zona de impacto,
sondearon y sedaron al convaleciente padre de familia.
Pero el fin de este horror no estaba cerca de terminar. Como
el especialista en traumatología no estaba de guardia, ningún otro médico podía
hacer nada en la zona afectada. Este hecho hizo que Jhonny Bracho permaneciera
en estado crítico durante más de cuatro horas. Ya entrada la noche, el jefe
inmediato de la empresa llegó al sitio y pidió explicaciones. Los médicos
pidieron disculpas y dejaron ir al herido de bala a otro centro asistencial.
Ya instalado en una clínica privada y atendido por un
equipo de profesionales de primera línea, comenzó el período de pruebas para mi
familia. Aquella llamada sorpresiva en medio de una noche fría, avisándome de
aquel terrible hecho, derribó las bases de una felicidad plena. Interrumpí mis
actividades universitarias y dediqué el tiempo a velar por él. Solo, en medio
de pasillos vacíos, confundido y asustado, hice a las agujas del reloj mis enemigas.
Más de tres horas duró la operación. En medio del trabajo
médico, una hemorragia interna y un paro respiratorio jugaron sucio. Amenazaron
con robarle la existencia al ser que más amo, al que me hace ser quien soy. Mi
propia vida estaba amenazada. Un montón de preguntas me sobrecogieron,
embotaron mi mente; ensombrecieron el entorno y quemaron hasta mis huesos. Las
respuestas se ausentaron, no llegaron.
Cuando el médico salió del quirófano, un enorme hoyo se
formó en mi abdomen. La pelea entre la vida y la muerte se apoderó de mis
pensamientos. ¿Quién habría ganado? Para mi tranquilidad y vuelta del alma al
cuerpo, la vida había triunfado. El doctor me dijo que había resistido la
operación, pero que necesitaría una extensa recuperación.
Por más de seis meses mi madre, mi hermano y yo cuidamos
a mi padre en cama y atendimos sus necesidades básicas. La movilidad de sus
piernas se debilitó y llegó el punto en el que tuvo que usar silla de ruedas. Estos
fueron tiempos de duras pruebas, pero unidos pudimos superaras. El apoyo
incondicional del resto de la familia fue una importantísima ayuda. Durante
semanas muchos vinieron a visitar a mi padre, a darle apoyo.
El proceso de recuperación continúo con más de ocho meses
de fisioterapia. Durante este tiempo, mi padre recuperó la movilidad de las
piernas y también su autoconfianza. Conoció a personas que estaban en peores
condiciones e hizo nuevos amigos. En esos días también recuperé la paz que se
me había arrebatado. Los días oscuros se habían apartado al fin.
Lo que un día generó lágrimas, hoy representa solo un mal
sueño. Tres años después de aquel encuentro con la muerte, la vida sigue. Actualmente
mi querido padre sigue trabajando duro por nosotros. Al conversar en familia
llegamos a la conclusión de que juntos podemos ganar batallas, incluso aquellas
que parecen imposibles de librar.